viernes, 23 de octubre de 2009

Memorias de un perro amarillo (O. Henry)




Nací cachorro amarillo; con fecha, localidad, pedigrí y pesos desconocidos.
Mi primer recuerdo es que una vieja me tenía dentro de una cesta en la esquina de Broadway con la calle Veintitrés, tratando de venderme a una señora gorda. La vieja Mamá Hubbard se dedicana a hacerme publicidad sin límites, anunciándome como un genuino fox-terrier de Stoke Poges, de origen pomeaniohambletonio, chino, hindú y rojo irlandés. La mujer gorda empezó a rebuscar un billete de cinco dólares entre las cosas que llevaba en el coche hasta que logró cazarlo.
Desde aquel momento me convertí en una mascota; en el caprichito de mamá. Dígame usted, querido lector, ¿le ha cogido a ested alguna vez una mujer de noventa kilos, echándole el aliento con aroma de Camembert y Peau d'Espagne y restregándole la nariz por todo el cuerpo, al tiempo que repetía sin cesar: "¿Quién es la cosita más chiquita y más preciosa de su amita?"
Pero después de ser un cachorro amarillo con pedigrí pasé a ser un anónimo chcho amarillo que parecía un cruce de gato de Angora con una caja de limones.
La casa donde vivía era del tipo más común en Nueva York. Había que subir... bueno, más bien trepar tres tramos de escaleras hasta nuestro hogar. Mi ama lo alquiló sin amueblar, y lo decoró con los elementos habituales: tresillo tapizado estilo 1902, un cuadro al óleo que representaba a unas gieshas en un salón de té de Harlem, plantas artificiales y un marido.
¡Por Sirius!, qué pena me daba aquel pobre bípedo. Era un hombre pequeño, con pelo y patillas color de arena, muy semejantes a las mías. Secaba los platos y escuchaba a mi ama contarle lo baratas y andrajosas que eran las ropas tendidas por la vecina del segundo, la del abrigo de ardilla. Y todas las noches, mientras ella preparaba la cena, lo obligaba a sacarme de paseo atado al extremo de una correa.
Si los hombres supiesen cómo algunas mujeres pasan el tiempo cuando están solas no se casarían jamás. Crema de almendras sobre los músculos del cuello, comiendo cacahuetes, los platos sin fregar, media hora de cháchara con el hombre del hielo, lectura de un montón de cartas viejas, un par de tapas de escabeche y dos botellas de extracto de malta, una hora entera mirando furtivamente el piso del otro lado del patio por un agujero de la ventana... y poco más queda por contar... Veinte minutos antes de que ellos lleguen del trabajo se apresuran a a rreglar la casa, cambiar la cara para no dejar traslucir su holgazanería, y sacar gran cantidad de labores de costuras para hacer un paripé de diez minutos.
Llevaba yo una vida perra en aquel piso. La mayor parte del día me la pasaba tumbado allí, en mi rincón, viendo cómo aquella mujer gorda mataba el tiempo. A veces me dormía y tenía sueños imposibles en los que perseguía a gatos por los sótanos y gruñía a viejas de negros mitones, tal y como se supone que debe hacer un perro. Entonces ella se cernía sobre mí y me lanzaba una de aquellas sartas de cursilerías de caniche y me besaba en el hocico, pero ¿qué podía hacer yo? Un perro no puede mascar ajos para defenderse.
Empecé a sentir compasión por el Maridito, ¡se lo juro por mis gatos! Nos parecíamos tanto que la gente se daba cuenta cuando salíamos, y así andábamos desconcertados por las calles.
Una tarde en que íbamos paseando, como digo, y yo intentaba paracer un Sa Bernardo con premio, y el buen viejo pretendía simular que no había asesinado al primer organillero al que se le ocurriese tocar la marcha nupcial de Mendelssohn, miré a mi amo y le dije a mi manera:
-¿Por qué te amargas la vida, tú, soldado británico con galones de estopa? A ti jamás te besa. No tienes que sentarte en tu regazo y escuchar su charla. Tendrías que estar agradecido por no ser un perro.
El desdichado cónyuge me miró con una mirada de inteligencia casi canina.
-¡Ay, perrito¡ -dijo-. Perrito bueno. Casi parece como si fueras capaz de hablar. ¿Qué te pasa, perrito, hay gatos?
¡Gatos!... Naturalmente, no podía entenderme...
Una tarde, alredeor de las seis, mi ama le ordenó que se pusiese en acción y relizase el acto de oxigenar a "Bello". He tratado de mantenerlo oculto hasta ahora, pero así es como me llamaba...
Y yo... algo tenía que hacer para animar a Maridito. En un lugar tranquilo de una calle sin peligros tiré de la correa de mi guardián frente a una atractiva y refinada cantina. Me lance como una flecha furiosa hacia las puertas, gimiendo como un perro que pretende comunicar el mensaje de que la pequeña Alice acaba de hundirse en el lodo mientras está recogiendo lilas en el arroyo.
-caray, ¿quéven mis ojos? -dijo el viejo con un remedo de sonrisa-; que Dios me prive de la vista si este chucho azafrán hijo de limonada con sifón, no me está pidiendo que me tome una copa. Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que no me ahorro suela de zapato apoyándola en la barra de un bar? Me parece que...
Comprendi que ya estaba en mis manos. Pidio whisky a palo seco.
Y cuando hubo agotado todos los productos escoceses, excepto el pan de centeno, el viejo me desató de la pata de la mesa y me sacó jugueteando a la calle.
-Pobre perrito -dijo-; mi buen perrito. Ella no volverá a besarte nunca más. Sería una vergüenza. Mi buen perrito, aléjate, déjate pillar por un tranvía y sé feliz.
Me negué a marcharme. Salté y retocé alrededor de sus piernas, tan feliz como un doguillo en una alfombra.
-Óyeme bien viejo, viejo cazador de marmotas con cerebro de mosquito -empecé a decirle-, tú, viejo sabueso aullalunas, ¿es que no te das cuentas de que no quiero abandonarte? ¿No te das cuenta de que los dos somos cachorros perdidos en el bosque y que el ama es el tío cruel que te persigue a ti con el trapo de secar los platos y a mí con el linimento matapulgas y un lacito rosa para atármelo al rabo¿ ¿por qué no cortar con eso para siempre y ser compañeros hasta la muerte?
-Perrito -repuso al fin-, no vivimos más que una vez. Si vuelvo a ver ese apartamento en mi vida es que soy un fracasado, y si lo vuelves a ver tú es que ers un lameculos, y no hablo en broma.
Ya no había correa, me fui rotando junto a mi amo.
Al llegar a la orilla del Jersey, mi amo le dijo a un forastero que estaba allí de pie comiendo un bollo recién hecho:
-Yo y mi perrito nos dirigimos a las montañas Rocosas.
Pero cuando más dichoso me sentí fue cuando mi viejo me tiro de las dos orejas hasta que aullé, y dijo:
- Óyeme bien, cabeza de mono, ¿sabes cómo te voy a llamar?
Me acordé de "Bello" y gemí lastimeramente.
-Te llamaré "Pedrito" -dijo mi amo. Y yo si hubiera tenido cinco colas no habría tenido suficientes para agitarlas celebrando merecidamente el hecho.

jueves, 22 de octubre de 2009

La sordera

AL SER HUMANO le cuesta escuchar, y por ende escucharse a sí mismo. Rinde culto al ruido, pero no aprecia el sonido, la melodía, el silencio;le molesta la interferencia ajena, pero con la misma elogia la palabra fácil, sin sustancia; se deja seducir por las alabanzas que nutren el ego o la soberbia, pero digiere con dificultad las críticas o la verdad de los otros que no son él; pretende conocer el mundo, resolver las ecuaciones diarias, pero no tiene tiempo para detenerse en las interrogaciones o en las dudas. El ser humano no sabe escuchar. O no quiere. O no le hace falta. El ser humano está solo porque ha olvidado demasiadas cosas en un trayecto que no tiene destino. Y corre el riesgo de quedarse sordo. Definitivamente. No tengo el gusto de conocer en persona a Alberto Vázquez-Figueroa; no me he acercado a su extensa obra literaria; sin embargo, qué placer tan enriquecedor escucharlo. Detenerse en sus palabras llenas de ideas, de anécdotas, de aventuras, de vivencias, de entusiasmo, de esperanza, de franca denuncia. Si tuviera la suerte de encontrármelo, por ejemplo, en cualquier pueblecito, mientras cae la tarde, o la noche, o la mañana, lo retendría en el banco de piedra; me sentaría a su lado; esperaría entonces como lo hacen los niños, con algo de impaciencia, a que poco a poco rompiera él mismo su silencio y me fuera explicando despacito cómo es eso de que el agua nos pertenece a todos y hay ingenios capaces de devolvernos la vida sin pagar por su avaro goteo;él lo ha visto, lo ha ideado en su cabeza, lo ha explicado otras veces, entusiasmado, con las manos extendidas generosamente. Le preguntaría al rato, ya en confianza, por esos artilugios denominados redes pararrayos tan eficaces para evitar que los bosques, que no son nuestros, no sufran año tras año la voracidad de los incendios. Y me hablaría, seguro, del mar y de África y también de la sordera. Y lo escucharía con los ojos llenos de asombro y gratitud. Como quien recibe una lección que lleva años esperando...