SEGURAMENTE -creo recordar- fuera verano. Uno de esos veranos plomizos y espesos tan propios de esta ciudad contradictoria, cercana a un mar que sólo se intuye. Tal vez fuera incluso agosto -un agosto lleno de prodigios y calles desiertas y risas reunidas en torno a una plaza cercana- y la luna se conjurara con el destino para que los pasos alegres de una joven se detuvieran justamente en aquel contenedor de basuras al que te habían arrojado para convertirte de inmediato en un desecho más, despojado de nombre, de futuros instantes, de razones. Tú, que apenas contabas con dos o tres semanas de una vida recién estrenada, y con tus pequeños pulmones para defenderla, para aullar y espantar la mala muerte.
Diecisiete años separan aquella noche de este día de hoy en que ya te has convertido en el pasado que recuerdo.
Te llamaron Kron (niño Kron), creo que en honor de ese dios guerrero y combativo que llevabas dentro. Negro azabache, rechoncho como cualquier cachorro alimentado por buenas manos -unas manos llenas de buen amor, tan distintas a aquellas otras amargas y terribles que te expulsaron-, chucho entre los chuchos, creciste como hubiera crecido un niño en esta ciudad hace cincuenta años, a medio camino de casa y de la calle, alegre, despreocupado, autodidacta, dueño de sí mismo y de sus grandes afectos, libre como un perro callejero que no arrastró nunca como una mala sombra la tristeza de estar solo.
Creo recordar -recuerdo- que hubo muchos veranos tras aquel plomizo agosto, llenos de vida para ti y para nosotros, que fuimos los mejores amigos que pudiste tener en esta ciudad tan contradictoria que nos reunió a todos -perros y personas- en torno a aquella plaza para fundar instantes, breves, luminosos, llenos de memoria
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