viernes, 31 de octubre de 2008

La abuela Francisca

LA ABUELA FRANCISCA era una mujer ancha que los domingos por la mañana pelaba papas y cebollas con la misma rapidez y devoción con la que las demás mujeres del pueblo acudían a misa a confesarse para echarle luego un rosario a la Virgen.
Su manto de pelo blanco contenido en un moño de horquillas negras y sus arrugas tan intensas, como labradas con tiempo detenido, estampaban en el patio de una casa que mi memoria guarda junto a las cosas sencillas una presencia que lograba trascender a todo.
"La mujer que no sabe cocinar, como la que no sabe llorar, malo –sentenciaba huraña mientras masticaba un trozo de papa cruda y espantaba de un manotazo al aire a los dos o tres gatos que se le colaban bajo las faldas tan pronto se las remangaba un poco–. La que no sabe cocinar porque no sabrá nunca cómo alimentar a sus hijos sin que le crezcan feos y perrunos, y la que no sabe llorar, porque de pura agua estancada sus entrañas se irán ennegreciendo como las paredes de una casa demasiado húmeda y en la que no entra nunca el sol".
Y porque tenía la abuela el mismo tono rancio de los demás mayores cuando parecían hablar de cosas serias y solemnes, pero eran a la vez sus ojos tan de broma, nunca supe bien qué hacer si echarme a reír bajo sus faldas y aguardar a que me desalojara como a un gato más de su gran camada, o romper a llorar desconsoladamente y de puro desconcierto. Y más bien hacía las dos cosas. Lloraba como quien reía broma y reía como quien estuviera lamentando algo.
Ahora que no está, como quien dice, entre los vivos, la abuela Francisca entra cada cierto tiempo y sin necesidad de permiso en mis sueños. Y sonríe, sin duda más de lo normal. Como si no estuviera ni sola ni muerta ni tan siquiera ausente. Me dice cosas que más tarde no logro recordar, pero que, sé, me sientan bien.
A veces se lo comento a mi madre, que me mira entre desconsolada y satisfecha, mientras habla y habla de sus cortos años de infancia desde sus ojos grises como el cielo gris.

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