lunes, 7 de julio de 2008
Dulce Sara
NUNCA HE SENTIDO la necesidad de justificar mis afectos, de explicarme a mí misma o a mis semejantes las causas que mi corazón atesora para entregar su amor (que siempre es uno). Tal vez, por esta misma lógica anárquica, rehúso ponderar el dolor, aplicar a mi pena una medida que le sirva de celda, de contención ficticia, como si fuera posible clasificar las ausencias por su estatura, por el número de sílabas que contiene su nombre, por el tiempo que se tarda en olvidar lo evidente, por las estaciones que han de pasar hasta que todo pasa... Nunca estuve muy segura de que Sara fuese un animal. He de confesar que siempre sospeché que tras esa mirada obstinadamente directa se escondía un ser con apariencia de perro y alma de otra cosa. No sé. A Sara no le faltaba hablar, como se suele decir, simplemente no lo necesitaba. Su canal de comunicación era perfecto, sin interferencias, sin malentendidos... Y las lecciones que impartió a cada uno de los que la conocimos y convivimos con ella fueron maestras... La recuerdo sin doblegarse nunca, libre, sin justificar tampoco su dedicación, su amor profundo, su devoción por Ana, por Carmen, por Cartucho... La vida está llena de elecciones sin fundamento y de golpes de suerte. Yo tuve el gigantesco favor de su ternura, abracé su miedo, habité su espacio, disfruté de su locura, lloré su pena... Ella hizo todo eso y más como quien no hace nada... Sencillamente. Ahora procuro digerir su muerte, que es la misma de todos, y sé que he de coincidir con ella en otra vida...
(Este escrito está dedicado a Sara, la perra de Ana, que murió un año antes que Plin, en el mes de septiembre)
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