LA ABUELA FRANCISCA era una mujer ancha que los domingos por la mañana pelaba papas y cebollas con la misma rapidez y devoción con la que las demás mujeres del pueblo acudían a misa a confesarse para echarle luego un rosario a la Virgen.
Su manto de pelo blanco contenido en un moño de horquillas negras y sus arrugas tan intensas, como labradas con tiempo detenido, estampaban en el patio de una casa que mi memoria guarda junto a las cosas sencillas una presencia que lograba trascender a todo.
"La mujer que no sabe cocinar, como la que no sabe llorar, malo –sentenciaba huraña mientras masticaba un trozo de papa cruda y espantaba de un manotazo al aire a los dos o tres gatos que se le colaban bajo las faldas tan pronto se las remangaba un poco–. La que no sabe cocinar porque no sabrá nunca cómo alimentar a sus hijos sin que le crezcan feos y perrunos, y la que no sabe llorar, porque de pura agua estancada sus entrañas se irán ennegreciendo como las paredes de una casa demasiado húmeda y en la que no entra nunca el sol".
Y porque tenía la abuela el mismo tono rancio de los demás mayores cuando parecían hablar de cosas serias y solemnes, pero eran a la vez sus ojos tan de broma, nunca supe bien qué hacer si echarme a reír bajo sus faldas y aguardar a que me desalojara como a un gato más de su gran camada, o romper a llorar desconsoladamente y de puro desconcierto. Y más bien hacía las dos cosas. Lloraba como quien reía broma y reía como quien estuviera lamentando algo.
Ahora que no está, como quien dice, entre los vivos, la abuela Francisca entra cada cierto tiempo y sin necesidad de permiso en mis sueños. Y sonríe, sin duda más de lo normal. Como si no estuviera ni sola ni muerta ni tan siquiera ausente. Me dice cosas que más tarde no logro recordar, pero que, sé, me sientan bien.
A veces se lo comento a mi madre, que me mira entre desconsolada y satisfecha, mientras habla y habla de sus cortos años de infancia desde sus ojos grises como el cielo gris.
viernes, 31 de octubre de 2008
martes, 28 de octubre de 2008
Gato MO, todo era más fácil cuando tú estabas.
Regresaba a casa buscando tu voz,
el hueco de tu cuerpo,
tu invitación a la confidencia,
tu rotunda compañía.
Creo que nunca me sentí más entendida como cuando tú elegías mirarme.
Ahora, tu recuerdo se escapa.
Yo lo mantengo caliente. Le doy el calor de mis besos.
Y recuerdo tu infancia loca,
de risas desatadas,
de azoteas ajenas,
de acechanzas y rincones prohibidos.
Recuerdo tu elección.
Tu vocación.
Tu amor inmenso.
Me siento huérfana.
Ojala estuvieras aquí,
pero no estas.
En cambio,
guardo todo lo que tú me enseñaste.
Mi compañero, mi igual, mi custodio.
Ya no te lloro.
Salvo cuando me puede la nostalgía.
Ya sabes, un buen día me volví de lágrima fácil.
Sé que me perdonaste todo,
tu amor era extenso
libre
sabio.
Si pudiera aprender lo que tú siempre supiste.
Felino.
Animal.
Alma sola.
Regresaba a casa buscando tu voz,
el hueco de tu cuerpo,
tu invitación a la confidencia,
tu rotunda compañía.
Creo que nunca me sentí más entendida como cuando tú elegías mirarme.
Ahora, tu recuerdo se escapa.
Yo lo mantengo caliente. Le doy el calor de mis besos.
Y recuerdo tu infancia loca,
de risas desatadas,
de azoteas ajenas,
de acechanzas y rincones prohibidos.
Recuerdo tu elección.
Tu vocación.
Tu amor inmenso.
Me siento huérfana.
Ojala estuvieras aquí,
pero no estas.
En cambio,
guardo todo lo que tú me enseñaste.
Mi compañero, mi igual, mi custodio.
Ya no te lloro.
Salvo cuando me puede la nostalgía.
Ya sabes, un buen día me volví de lágrima fácil.
Sé que me perdonaste todo,
tu amor era extenso
libre
sabio.
Si pudiera aprender lo que tú siempre supiste.
Felino.
Animal.
Alma sola.
miércoles, 22 de octubre de 2008
Elogio animal
A LOS ANIMALES DEBO, sin duda, algunos de mis afectos más importantes y tengo que reconocer, aún a riesgo de que esta confesión escandalice a más de uno, que, a medida que cumplo años, me veo incapaz de ver los maravillosos y ya clásicos documentales de La 2 sin ponerme a llorar como una bendita; mientras, por el contrario, los telediarios o las páginas de sucesos de los periódicos, hoy por hoy, apenas provocan en mí un brote de indignación ya cansino o una tristeza que diezma aún más mi probrecita fe con respecto a todos nosotros. No puedo remediarlo. Me surge de dentro, visceralmente.
Hoy, podemos leer en un periódico nacional la historia de “Ratcher”, una perra iraquí adoptada por una sargento norteamericana que tuvo que remover cielo y tierra para poder llevarla consigo a su país (hasta para esto la burocracia levanta muros casi insalvables). Así contada, la historia suena a anécdota feliz, pero, como sabemos ya, los americanos son exagerados para todo, y en este caso, no se hizo ninguna excepción. Las vicisitudes de la perra iraquí han tenido tal repercusión mediática que ha sido inevitable que muchas voces se alcen indignadas pidiendo el mismo trato para las víctimas que a diario se cobra esta guerra, mujeres y niños que también merecerían ocupar con sus nombres y sus rostros las primeras páginas de los diarios más importantes de esta nación empecinada en dominar el mundo. Pero el olvido es precisamente uno de los efectos más devastadores de la guerra a largo plazo. A estas alturas, si miramos para dentro, no nos costaría nada reconocer como propia esa hectárea de olvido de la que hablo.
Sin embargo, me resulta tan sospechoso que siempre que se habla del sufrimiento animal, y puedo asegurar que es bien poco (el caso de “Ratcher” llama la atención por excepcional), alguien salte raudo empuñando su indignación como pretexto, argumentando lo ya sabido... “hay cosas más importantes”. Es triste y preocupante que ese argumento esconda la misma tolerancia a la violencia de siempre.
Una nota: en una ciudad de México ha abierto sus puertas un hogar de acogida para animales maltratados (omito las historias escalofriantes de cada uno de ellos, porque, sin duda, herirían sus sensibilidades) de los que se encargan precisamente personas, muchas de ellas jóvenes, que también han sufrido abusos, maltratos y discriminación por ser deficientes. Unos y otros han recuperado una parcela de felicidad y entendimiento, mientras cicatrizan y esperan también algún día poder olvidar.
(Este texto lo publiqué en el periódico en el que trabajo hoy, 22 de octubre)
Hoy, podemos leer en un periódico nacional la historia de “Ratcher”, una perra iraquí adoptada por una sargento norteamericana que tuvo que remover cielo y tierra para poder llevarla consigo a su país (hasta para esto la burocracia levanta muros casi insalvables). Así contada, la historia suena a anécdota feliz, pero, como sabemos ya, los americanos son exagerados para todo, y en este caso, no se hizo ninguna excepción. Las vicisitudes de la perra iraquí han tenido tal repercusión mediática que ha sido inevitable que muchas voces se alcen indignadas pidiendo el mismo trato para las víctimas que a diario se cobra esta guerra, mujeres y niños que también merecerían ocupar con sus nombres y sus rostros las primeras páginas de los diarios más importantes de esta nación empecinada en dominar el mundo. Pero el olvido es precisamente uno de los efectos más devastadores de la guerra a largo plazo. A estas alturas, si miramos para dentro, no nos costaría nada reconocer como propia esa hectárea de olvido de la que hablo.
Sin embargo, me resulta tan sospechoso que siempre que se habla del sufrimiento animal, y puedo asegurar que es bien poco (el caso de “Ratcher” llama la atención por excepcional), alguien salte raudo empuñando su indignación como pretexto, argumentando lo ya sabido... “hay cosas más importantes”. Es triste y preocupante que ese argumento esconda la misma tolerancia a la violencia de siempre.
Una nota: en una ciudad de México ha abierto sus puertas un hogar de acogida para animales maltratados (omito las historias escalofriantes de cada uno de ellos, porque, sin duda, herirían sus sensibilidades) de los que se encargan precisamente personas, muchas de ellas jóvenes, que también han sufrido abusos, maltratos y discriminación por ser deficientes. Unos y otros han recuperado una parcela de felicidad y entendimiento, mientras cicatrizan y esperan también algún día poder olvidar.
(Este texto lo publiqué en el periódico en el que trabajo hoy, 22 de octubre)
miércoles, 15 de octubre de 2008
Mi sol
Realmente tu eres el sol de mi memoria. Las fuerza de mi músculo. La sombra importante del animal que soy.
Gracias por no irte.
miércoles, 1 de octubre de 2008
La madre gata alimenta a su hijo gato
Lo mira, baja la cabeza,
seguramente hablándole a su modo.
Entonces,
poco a poco
llega él hasta el pecho enriquecido:
se pega, traga, estira, se atraganta
y ella? En paz.
La madre gata no lo esquiva,
ni fija tiempo, condición:
no hay lucha.
La madre gata no tiene senos que cuidarle a la lujuria
hurtçandole a su hijo el alimento
y el hijo gato, claro
no defiende, goloso, su derecho.
Y asçi estarçan el tiempo que çel decida
hasta que elija su camino:
estrenando un tejado,
en juego distanciado con la luna,
en su grito de guerra interminable
o el día del pez llevado hasta la espina.
(Desconozco el autor/a de este poema, pero sé que es hispanoamericana. Sólo conservo una hoja suelta)
seguramente hablándole a su modo.
Entonces,
poco a poco
llega él hasta el pecho enriquecido:
se pega, traga, estira, se atraganta
y ella? En paz.
La madre gata no lo esquiva,
ni fija tiempo, condición:
no hay lucha.
La madre gata no tiene senos que cuidarle a la lujuria
hurtçandole a su hijo el alimento
y el hijo gato, claro
no defiende, goloso, su derecho.
Y asçi estarçan el tiempo que çel decida
hasta que elija su camino:
estrenando un tejado,
en juego distanciado con la luna,
en su grito de guerra interminable
o el día del pez llevado hasta la espina.
(Desconozco el autor/a de este poema, pero sé que es hispanoamericana. Sólo conservo una hoja suelta)
Gatos de Nerja
Llego de Nerja. Un pueblo azul, blanco, de olor a jazmín, de sonidos gatunos. Un pueblo de rincones para callejear. Allí tengo muchos amigos felinos. En primer lugar esta Blanquita y Negrita, dos gatas que conviven con una pareja inglesa en una urbanización llena de jardines y casitas de dos plantas que se asemeja a un pequeño y particular pueblo donde gatos y personas conviven en total armonía.
Blanquita y negrita son las primeras en acudir a nuestra encuentro cuando llegamos, y desde ese mismo momento habitan nuestro jardín y esperan la hora en que nos levantamos. Son muy diferentes. Negrita es salvaje, celosa, solitaria y juguetona. Blanquita es dócil, tranquila, cómica y muy fisgona. También le gusta jugar y nunca pide comida.
También está Casanova, un siamés castrato que baja desde su casa para encontrarse con nosotras. Es cariñoso, suyo y un poco enemigo de Blanquita y Negrita.
Luego está Gemma, una cachorro de nueve meses que se pitorrea de su dueña alemana y nos persigue a todos sitios. Es incombustible. Le toma el pelo a Casanoba y no le tiene nigún miedo a Negrita.
Continuamos con Franki, el gato dcel viejo zapatero, un personaje realmente especial y encantador, que también es vecino de Casanova. Es biscorniado, muy grande (parece un perro)y muy cariñoso también.
Creo que todos ellos son amigos nuestros porque, entre otras cosas nos reconocen y también, y sobre todo, porque jugamos como ellos.
De camino al pueblo llega Paquito, una especie de persa que sale a la calle de noche y se acomoda en una esquina. Cariñoso, cantador, y muy bueno con las personas, dicen que es el temor del resto de los gatos de la zona, y le gustan los perros.
Rufino se pasa el día en una tienda de piedras, fosiles y colgantes que regenta una chica canaria que lleva unos quince años en Nerja. Nos cuenta que acaba de perder a varios amigos en el accidente de Spanair y sé que evita mirarnos para no llorar.
Como vez Gato Mo, cultivo esta gran familia que me acerca a ti y que sin embargo me reafirma que todos los que somos animales somos también distintos y especiales.
No dejo de imaginar lo feliz que hubieras sido en un lugar como Nerja.
Ya estoy aquí.
Recordándote con amor.
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